sábado, 6 de abril de 2013

¿Which one´s Pink?


Heme aquí, hablando solo, como es de costumbre. Pero pesando en las reseñas escritas por mis amigos Enrique, Boris y Fabian Esteban Beltrán, sobre sus descubrimientos personales de Floyd; sí, Floyd, con mayúscula y a secas, como dice Boris, y como le decimos miles de entusiastas a una banda inglesa de la segunda mitad de los nostálgicos años sesentas. Sí, una banda de música popular, o pop, nada más y nada menos, que por las razones más misteriosas y particulares, pasaría de ser  una de tantas bandas consentidas por el underground londinense del año 1966, a ser un ícono de lo que los eruditos más empíricos, conocedores, y habla mierda llaman (o llamamos) historia del rock. Pero es que, vale la pena preguntarse, por qué una banda de aprendices de música de clase media alta, que vivían en la cuna de la sociedad científica y académica que siempre ha sido el distrito de Cambridge (Inglaterra), en lugar de continuar con la seguridad de una vida privilegiada, que podría haberlos llevado a realizarse como los arquitectos que Roger Waters y Richard Wright nunca terminaron de ser (cosa diferente con Nick Mason, quien recibió el grado honorífico el año pasado de manos de una universidad londinense), terminarían por convertirse, como tantos otros jóvenes ingleses de su generación, en los inventores de un nuevo estilo de vida, que cambiaría todos los referentes históricos del tradicional Imperio Británico, en tan solo menos de dos décadas, sin ejército alguno. Tal vez, esa vida más predecible, más “english way”, habría hecho de David Gilmour, no una leyenda de la guitarra eléctrica, sino un académico como Richard Dawkins, siendo que Gilmour ha confesado su ateísmo de una manera muy parecida a como lo haría el distinguido biólogo, evangelista del Darwinismo científico y postulante de la teoría de los memes. Tal vez, el profeta de Pink Floyd, Syd Barret, un joven dotado como pocos para la poesía y las artes escénicas, quien dio origen a la banda, y más importante aún, a su intención de ir por un trayecto diferente al del Ryhthm and Blues, el Rock and Roll o el Soul (porque el Blues, el Blues nunca lo dejaron), tal vez habría sido profesor de literatura en la Universidad de Cambridge, y no una figura popular contemporánea, llena de un sentido de despersonalización y carencia de identidad, digno de veneración tanto por “rockeros”, como por “poetas góticos” o hasta adolescentes “Emo”. Claro está, si Barret, así, a secas y con mayúscula, como fue titulado su segundo disco en solitario, no hubiese caído, como todos sabemos, en una enfermedad psiquiátrica conocida como esquizofrenia, que todos, quienes hemos escuchado la crónica sobre la locura que narran las canciones de Floyd, preferimos recordar como la más bella historia que puede contarse sobre perder la cordura, desde Jugband Blues, pasando por todo The Dark Side of The MoonShine on You Crazy Diamond y Whis You Where Here, hasta The Wall. 
Si, tal vez, Roger Waters, quien se topó en su juventud con el intoxicarte y rítmico Rock and Roll, no hubiese tomado el bajo, que podía asir con más facilidad con sus robustas manos, en lugar de la fina guitarra, hubiese escapado de la música, tal vez habría terminado siendo un político laborista, o defensor de los derechos humanos, quien en público daría galas de su fino intelecto sobre la naturaleza humana, inmortalizado en la líricas de The Dark Side of The Moon, pero quien, tal vez, en secreto, habría soñado con ser el dictador y megalómano en el que se convierte Pink, personaje de la historia de la película de 1982 de Alan Parker, Pink Floyd, The Wall, cuando logra despersonalizarse, no para convertirse en el poeta loco e incomprendido que hizo realidad en vida el entrañable amigo, Syd, sino, para convertirse en otra cosa, más apropiada para los confusos finales de los años setentas en Inglaterra, época de caos político y económico en la Gran Bretaña; ¿Un Syd Barret a lo Tatcher?, habría que preguntarle a Roger Waters.
Pero, lo más misterioso, y sorprendente, es el impacto que tuvo, de ahí en adelante, esta historia de locura, este sonido que no era ni Tin Pan Alley, ni Soul, ni Rhythm and Blues, ni Rock and Roll, ni nada que las emisoras populares inglesas y norteamericanas hubiesen conocido hasta entonces. Es solo imaginar ese primer momento en que una canción como Arnold Layne interrumpió en la cotidianidad inglesa. No era una bella composición, como lo es Yesterday o In My Life, ni tampoco un desenfrenado Rock and Roll, como los cientos de ellos que los ingleses recibieron con beneplácito, como SatisfactionYou Really Got Me. Era la historia de un hombre inglés, travestido, sin melodía reconocible, con armonías extrañas, casi desafinadas, una canción que parecía más un cuento infantil enfermizo, lleno de humor negro y sarcasmo, que una pieza digna del té o de las descontroladas fiestas inglesas. Lo curioso, es que esta canción, sorpresivamente, era más inglesa que toda la maravillosa música moderna que irrumpía con The Beatles y The Rolling Stones, que rendía más honores a las tradiciones culturales de Los Estados Unidos, o como dirían los ingleses, con cándida ignorancia, “America”.  El sonido de The Pink Floyd, desde sus inicios, dejaría de ser música inglesa de inspiración americana, y se convertiría en música inglesa por derecho propio, pero novedosa, inesperada. Una música que ampliaría el espectro de lo imaginable, desde las creaciones psicodélicas de Syd Barret, cada vez más parecidas a los ensueños de una obra shakespereana o al estilo Lewis Carrol, que similares a las historias "americanas" retomadas por tantas otras bandas británicas, herederas fieles del folklore estadounidense. Pero, también estoy hablando de esa nueva arquitectura musical que crearía Floyd con los años, que definió un sonido, el del Pink Floyd maduro, el que dejaría las aventuras surrealistas, y en Echoes, haría más concreto un concepto, una forma, inagotable, aunque simple y sencilla. Ese sonido con el que muchos conocimos a esta banda, el de Shine On You Crazy Diamond, el de Breath, el de Time, el que todavía está presente en The Wall con Comfortable Numb, ese sonido que es etéreo, pero bien definido. Esa arquitectura espacial, cósmica, que pareciera revelar todo lo que hay de prístino y elemental en el universo y en toda experiencia humana.
Desde entonces, The Pink Floyd, esa curiosa banda de cinco college dropout´s, crearía un legado musical, que re inventaría a toda una sociedad inglesa, revelando su propio carácter, pero ya en el mundo moderno. Y ese legado, llegaría, como ecos a través de las grandes distancias, pero no para hacer todo “verde y submarino”, sino para encontrar a lo lejos un inmenso público, una gran audiencia, esa cosa con la que Roger Waters siempre tuvo problemas, esa masa amorfa, extraña, que inspira desconfianza con sus halagos y sus necesidades de identificación, de la cual solo quieres alejarte, hacerte ausente, y dejar de ser tu mismo, volverte Syd Barret, volverte el "alocado que ríe". Y esa masa amorfa, somos nosotros, y ellos. Es la dictadura de las mayorías, como diría el filósofo John Stuart Mill. Es la razón por la cual Roger Waters se confesó profundamente desilusionado después de hacer realidad su obra bella y poética, que hizo junto a sus compañeros de Floyd, que es The Dark Side of The Moon. Una desilusión, por encontrar que no hay música, sin público; que no hay obra de arte, sin espectadores; por ver hecha realidad esta gran paradoja de toda mente creativa, que busca, con su ingenio, diferenciarse, para luego, logrando el éxito esperado, ser asimilada por los otros, hasta ya no saber quién es. Es tal vez esta la razón de lo que hace tan especial a la banda The Pink Floyd, y a toda su obra. Pero, en serio, como dice la canción Have a Cigar, “the band is so fantastic, that is really what I think, Oh by the way, which one´s Pink?