miércoles, 9 de diciembre de 2009

Como fue alguna vez el mundo



Dejando de lado los detalles sobre cuándo salió este disco, qué dijeron los críticos, cuánto ha vendido, quienes son sus integrantes y qué edad tienen… solo quiero dejar un testimonio sobre lo que significa esta producción musical, la que tal vez sea uno de los principales logros musicales de los últimos años, y que nos entrega el trabajo de dos jóvenes de Seattle (Washington, USA), que desde la secundaria estaban escribiendo sinfonías populares imperecederas, tal vez adelantadas a su tiempo, tal vez rescatadas de años inmemorables, en los cuales el mundo no era como lo conocemos ahora, pero ya esperaba para ser redescubierto, así sea por momentos fugaces.
Los Fleet Foxes han escrito canciones que se conectan con un mundo que ni ellos conocen, según dicen, pero tienen el gusto de presentárnoslo cada vez que nos conducen por paisajes musicales que rememoran los campos abiertos del noroeste de Estados Unidos, lugar que conserva todavía escenarios inhóspitos, donde los vagabundos y errantes le dan a sus vidas unas dimensiones místicas, poéticas, sobrenaturales, como en los cuentos de Jack London, donde la naturaleza le muestra al hombre su verdad, y este termina endemoniado, de placer, de dicha, por soñarse tan inmortal como las montañas y los valles que dominan este mundo desbordante. Un mundo donde el ermitaño tiene el gusto de saberse todo poderoso, y contemplar a la muerte y a la vida en su propia cara, a través de animales silvestres, aves y pájaros que recorren los aires impolutos, llegando a un cielo que promete una vida eterna, que promete ver el dolor humano como algo más en el horizonte. Donde la compañía no perturba, sino que alimenta; Donde la pérdida solo es un momento de transición entre las estaciones del año; Donde la sangre se confunde con el dulce rojo de las fresas maduras; Donde la nieve es acogedora, por su belleza, inmortal. Pero ahora, déjenme compartirles la forma como yo escucho este album, como me lleva a este mundo, a como tal vez fue alguna vez.
Empieza la música, como empieza el día. Los susurros de los cantantes van creando una armonía tan extraña como familiar. El movimiento de la ardilla da la vida que necesitamos para comenzar, para que cada nuevo amanecer pueda resplandecer, como siempre, y como nunca. Las voces temblorosas van dando cabida a una melodía que creo habérsela escuchado a los cantantes de The Band varias veces, donde las notas llegan a su lugar más conveniente para crear una armonía de tenue brillo, hasta que irrumpe la mandolina, como irrumpen las golondrinas y los ruiseñores al abrirse el día. Llega el golpeteo del ajetreo del nuevo día, como una tonada Gospel, de esas que ya no recuerdan los músicos de country y roots, porque las olvidaron en medio de cantinas y bares, tonadas que todavía recordamos gracias a Bob Dylan y a Neil Young. Luego, el silencio ocupa sus espacios, como los descansos de una jornada en el campo, como las dudas y el temor a los demonios que asechan con sus delirios sobrenaturales. Las armonías vuelven, con aires sinfónicos, como si orquestaran todo el paisaje, acallándose en los momentos de intimidad, momentos de voces que cantan solo para los hombres, y no para los dioses, dejando atrás los lugares sacros y prístinos, con arpegios íntimos de guitarra y mandolinas, voces lastimeras y recuerdos crudos.
Los ritmos hipnotizantes traen imágenes pastoriles y les dan la luz que requieren para brillar por sí mismas. Mantienen el tono para que se reflecten las melodías que van y vienen, como fábulas y mitos, de un mundo tan mundano como místico. La primavera llega, y acompaña al ansia, al canto solitario y desesperado por encontrar a la humanidad en los lugares más retirados. Los pájaros cantan en lenguas, enseñando verdades eternas, sabias, mientras las guitarras y las mandolinas hacen crecer melodías, como crecen las flores en la primavera, buscando la verdad en lugares tan agrestes, como puros y limpios. Verdades que rememoran tiempos antiguos, de cualquier lugar, y de ningún lugar, con arpegios que enaltecen virtudes pastoriles, aquellas que fueron olvidadas en conventos, en seminarios y en ciudades, que solo se recogen en los campos, en el cielo y en las montañas, donde la muerte no amenaza, y solo promete un descanso de belleza eterna; Donde se sufre el saberse mortal por creerlo inverosímil, por el efecto intoxicante de los aires más impolutos de la naturaleza.
En este mundo, las montañas se avizoran, a lo lejos, como poseedoras de los secretos que la naturaleza no ha querido dar a los hombres. Los fraseos musicales cuentan historias de personas perdidas en paisajes que se abren ante ellos, como territorios inhóspitos que los caminantes errantes devoran con sus ojos y sus sentimientos, al descubrirlos. La orquestación vuelve, compuesta por voces, susurros, temblores, mandolinas, guitarras, bajos y percusiones, equivalentes a las sinfonías “surff” de Brian Wilson, tal vez inspiradas en las mismas verdades humanas, que las modas de los sesentas distorsionaron, en medio de imágenes pueriles de atletas y playas californianas.
La voz de Robin Pecknold (cantante principal) cuenta la historia de la soledad en este mundo antiguo, y ahora nuevo. Una soledad protectora, donde la vida y la muerte se confunden con la belleza, en una epifanía que promete recorrer los senderos más antiguos junto con el demonio, el errante más viejo, que narra en medio de su soledad historias de verdades perennes.
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